sábado, 15 de junio de 2013

La leyenda del Ñandubay (Prosopis algarrobilla)

Narra la tradición oral que, hace ya siglos, una poderosa tribu guaraní estuvo gobernada por un cacique de indiscutible bravura, mas de durísimo corazón, llamado Corumbé, a quien el infortunio ajeno le era totalmente indiferente.
Corumbé era padre de una doncella de una hermosura esplendorosa: la tierna y dulce Ivotí, único ser que en el mundo él amaba, aunque a su manera, con fiero egoísmo; y cuyos muchos encantos desvelaban a los más sobresalientes guerreros de la tribu.
De entre ellos se destacaba, por su coraje, intrepidez, fuerza y destreza, Umanday, quien era ágil como el guazubirá, certero como una flecha, semejante al jaguar al saltar, y de agudeza visual que rivalizaba con la de los halcones.
Ciertamente que el corazón de la hermosa Ivotí no era insensible a los requerimientos del gallardo Umanday, con quien furtivamente cambiaba miradas llenas de amor, en cada oportunidad en que conseguían burlar la vigilancia del terrible padre de la jovencita.
Tras larga espera, el joven logró, una hermosa tarde de verano, encontrarse a solas con la amada indiecita, ya que el cacique se había ido de caza.
Pero, mientras se hallaban con las manos entrelazadas, diciéndose las más dulces palabras de amor, apareció Corumbé súbitamente en el claro del bosque, interrumpiendo con terribles y furiosos gritos y gesticulaciones la sublime escena.
-“¡Traidor!”-gritó el cacique yendo hacia el atónito Umanday- “¿Es así que me pagas la enorme confianza que siempre te he brindado? ¡Prepárate ya para dar cuentas de tu deslealtad a Tupá, pues te mataré en el acto como a una vil serpiente!”
-“Amo a tu hija, y deseo fervientemente desposarla, tan ciertamente como sé que ella me corresponde: tan solo en eso consiste mi delito. Puede matarme, si es que lo considera justo: acataré su designio, no me defenderé en forma alguna.
En ese momento, en el interior de Corumbé brotó una idea brutal, diabólica como todas las suyas:
-“Ya que afirmas que quieres tanto a mi hija, probaré si eres digno de ella. Tendrás que estar de pie en este mismo lugar, sin dar el mínimo paso, hasta que yo regrese, en tres días. Si desobedeces, la guardia que quedará en tu custodia te matará inmediatamente a flechazos. Pero, si permaneces firme, será tuya la mano de mi hija”.
-“Acepto”-respondió serenamente y con resolución Umanday.
Y fortalecida por el amor su natural integridad, esperó inmóvil que pasara el plazo marcado.
Anocheció. Amaneció. Volvió la noche, y amaneció de nuevo. Y el bravo muchacho seguía de pie. Jejenes y tábanos aguijoneaban incesantemente sus carnes.
Ardientes rayos del sol estival horadaban su cráneo. Despiadados cuervos revoloteaban amenazantes, cerrando cada vez más el círculo en torno a él.
Para no dormir, el indio se mordía los labios y clavaba las uñas en su pecho. Mas el sufrimiento y el cansancio iban doblando de a poco sus piernas, que pese a todo no se movían.
Expiró el plazo sin que Umanday, inconsciente, se percatara. Recién a los cinco días se presentó el inhumano cacique.
El joven ya no respiraba, mas proseguía erguido, firme. Estremecido de espanto, Corumbé le dio un violento empujón. Sin lograr abatirlo. Miró hacia abajo y advirtió que los pies del joven habían enraizado en la tierra; que sus retorcidas piernas se habían unido formando un durísimo tronco de grisácea cáscara, y que de su cabeza, brazos y cuerpo, brotaban ramas espinosas, también retorcidas y duras. Tupá había hecho un milagro: había nacido el ñandubay, árbol recio y sufrido como el indio que lo sustentara con su cuerpo y sangre bravíos e indomables.





Fábula: El ñandubay y la paja


“Un pequeño trozo de ñandubay , entre las cenizas del fogón, lentamente se iba consumiendo. Poca llama salía de sus ascuas, pero cantaba suavemente el agua de la pava, y podría seguir cantando así durante muchas horas, antes de que se apagase el fuego.
No muy lejos estaba un gran montón de paja; y la misma brisa que, al correr por la llanura, de vez en cuando avivaba el resplandor de la brasa, susurró al oído del trozo de leña lo que en tono de desprecio venía diciendo él de la paja:
-No sé cómo se llamará esto -decía-, pero seguramente da más compasión que calor. Casi tengo ganas de ofrecerle mi ayuda para enseñarle lo que es fuego.
De acuerdo con el ñandubay , la brisa, soplando fuerte, echó encima del fogón todo el montón de paja.
Soberbia fue la llamarada, pero tan rápida pasó y se extinguió tan pronto, que dejó apenas una ceniza liviana, sin haber siquiera conseguido hacer hervir el agua. Y con calma se siguió consumiendo el pequeño trozo de leña, haciendo suavemente cantar durante muchas horas todavía el agua en la pava. Lo que vale en la vida es el esfuerzo que dura."


(Daireaux, Godofredo (1839-1916): Fábulas Argentinas, Biblioteca Virtual Cervantes)


M.c.m.


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