Tan terrible aspecto tenía el torrente, que los habitantes de la comarca jamás lo habían cruzado. Sentían verdadero pánico por el torrente.
Nadie había osado pasar a la otra orilla, cuando un hombre, un ladrón que había robado una suma de dinero, se encontró al borde de las aguas, y perseguido por los habitantes de la localidad.
Sin tener otra solución, decidió meterse en las terroríficas aguas del torrente. Apenas hubo entrado en ellas, el hombre se dio cuenta de que no eran tan turbulentas como parecía, y que no entrañaban peligro.
Cierto que se trataba de una corriente que producía gran ruido y muchas olas, pero no había mucha profundidad ni la corriente arrastraba demasiado, o sea que pudo pasar a la otra orilla sin muchas dificultades, y así salvarse de sus perseguidores.
Contento con su suerte, el ladrón decidió robar de nuevo, y al cabo de pocos días, se vio perseguido otra vez por las mismas gentes. Esta vez llegó a la orilla de un río manso en apariencia.
Sus aguas se deslizaban tranquilas y apacibles, y el ladrón al meterse en ellas, no sintió ningún miedo. Puso sus pies en el interior del agua, llegando a ella por una playa sin roca alguna.
Pero en cuanto hubo entrado en el río se dio cuenta de su error. La profundidad del río era muy grande, y la velocidad de la corriente muy rápida. Remolinos de agua internos agitaban las profundidades de las aguas.
El hombre hizo muchos esfuerzos para tratar de alcanzar la otra orilla, pero tuvo muy poca suerte y pereció ahogado en unas aguas tan tranquilas en apariencia.
Moraleja:
Esto nos enseña que hay que desconfiar de las apariencias. Las personas que aparecen apacibles pueden entrañar un corazón violento; y las que en apariencia son como el torrente del pueblo que acabamos de ver, puede que en el fondo sean tan inofensivas como ratoncillos.
La verdadera esencia de las personas está en su alma, no en su aspecto externo.
M.c.m.
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